jueves, 27 de diciembre de 2007

¿La Ilustración hizo la Revolución Francesa o la Revolución Francesa hizo la Ilustración?




Pensaba subir un texto que había escrito que comparaba diversas interpretaciones sobre la Revolución Francesa. Pero para que se entienda mejor el texto que hice (será el próximo que suba), decido ahora subir una especia de reseña del libro de Roger Chartier llamado Les origines culturelles de la Révolution Française. Aquí se las dejo.

Roger Chartier y los orígenes culturales de 1789 .

Entre los aportes y reflexiones que vieron la luz con motivo de los 200 años del estallido de la Revolución Francesa, cumplidos en 1989, se destaca una monografía del historiador Roger Chartier publicada en 1991 por la Universidad de Duke (EE.UU.): Les origines culturelles de la Révolution Française. En 1995 se publicó en Barcelona la traducción castellana del texto, con el siguiente título: Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa.

Chartier es conocido como uno de los pioneros de la historia del libro, de las bibliotecas, de las ediciones, en definitiva, de las formas de circulación y consumo de los textos escritos en el Antiguo Régimen. Pero en este libro de 1991, el historiador francés propone una verdadera revolución copernicana en lo que se refiere al estudio de las denominadas causas y antecedentes de la Revolución de 1789.

Con espíritu provocador, Chartier se pregunta si la Revolución fue hecha por la Ilustración o si, por el contrario, el razonamiento correcto es el inverso. De hecho, una de las hipótesis fuertes del libro sostiene que la Revolución fue la responsable de la construcción del concepto de Ilustración que ha llegado hasta nosotros, reproduciéndose hasta el cansancio en los manuales y textos escolares.

Este planteamiento puede sorprender poco a historiadores e intelectuales americanos, acostumbrados al estudio de los mecanismos por los cuales los nuevos estados nacionales del siglo XIX inventaron genealogías, próceres y hazañas para legitimar su existencia y construir identidades nacionales hasta entonces inexistentes. Pero pocas veces los historiadores europeos habían trasladado planteamientos semejantes para aplicarlos a acontecimientos históricos del prestigio y trascendencia de la Revolución Francesa.

Roger Chartier sostiene, entonces, que el concepto de Ilustración como conjunto de creencias monolítico, fue una invención de muchos políticos y dirigentes del período revolucionario. El Iluminismo no fue un conjunto de pensamientos homogéneo, un bloque de pensadores sin fisuras. Por el contrario, en la Ilustración convivieron filósofos de matrices ideológicas diversas, que en ocasiones sostenían puntos de vistas contradictorios e incompatibles.

Pero una vez iniciado el levantamiento de 1789, los líderes burgueses seleccionaron detenidamente aquellas figuras de la filosofía dieciochesca cuyas ideas mejor podían servir para otorgar legitimidad y prestigio al proceso revolucionario. Así, cuando en 1791 hubo qué decidor qué filósofos debían pasar a integrar el Panteón de los héroes nacionales en Paris, sólo Voltaire y Rousseau fueron admitidos. La incorporación de otros autores, como Descartes, Fénelon, Buffon o Mably, fue rechazada. Como vemos, la propia Revolución iba "seleccionando" sus precursores a posteriori, iba "seleccionando" sus héroes, estableciendo relaciones que luego fueron acríticamente reproducidas hasta el presente. Esta construcción ficticia de genealogías revolucionarias se puede percibir en las propias inscripciones grabadas en el sarcófago de Voltaire, con motivo del traslado de sus restos al Panteón, el 11 de julio de 1791: "Combatió a los ateos y a los fanáticos. Inspiró la tolerancia. Reclamó los derechos humanos contra la servidumbre del feudalismo". Otra inscripción sostenía: "Poeta, Historiador y Filósofo. Engrandeció al ser humano y le enseñó que debe ser libre". Los dirigentes revolucionarios hacían coincidir los dichos y hechos de Voltaire según las necesidades y la lógica de sus propios programas políticos.

En cuanto a Rousseau, el jacobino Maximiliano Robespierre explícita aún más la utilización a posteriori del mote de "precursor". El 7 de mayo de 1794 sostuvo Robespierre: "entre quienes, en la época de que hablo, se destacaron en la carrera de las letras y de la filosofía, un hombre [Rousseau], por la nobleza de su alma (...) se mostró digno del ministerio de preceptor del género humano (...). ¡Ah!, si hubiera sido testigo de esta revolución de la que fue precursor y que lo llevó al Panteón [el 12 de octubre de 1793], ¡quién puede dudar que su alma generosa hubiera abrazado con arrebato la causa de la justicia y de la igualdad¡". El discurso de Robespierre convertía a Rousseau en un revolucionario avant-la-lettre: "si hubiera vivido, hoy estaría de nuestro bando, en las barricadas, en las calles". No muy diferente fueron las operaciones ideológicas llevadas a cabo por los primeros historiadores americanos, cuando hicieron de Tupac Amaru un precursor de las revoluciones independencias de 1810 (en realidad, el líder indígena sólo perseguía una lucha social contra la opresión de los indígenas, y la ruptura del vínculo político con España no ocupaba un lugar destacado en su programa; considerarlo un precursor de las revoluciones es producto de una construcción ficticia).

Estas afirmaciones de Roger Chartier se inscriben en un programa más amplio de crítica del concepto tradicional de causa y antecedente, de matriz positivista, que propone en la historia una relación causal copiada de las ciencias de la naturaleza. Por ello, Chartier utiliza para su libro el título de "orígenes culturales de la Revolución", negándose a recurrir al más tradicional concepto de "orígenes intelectuales de la Revolución". Este último (utilizado en un texto clásico del historiador Daniel Mornet publicado en 1933) supone que las ideas influyen directamente en las acciones humanas, supone que los libros hacen las revoluciones. Chartier en cambio, sostiene que son las más profundas transformaciones culturales las que permiten la producción, circulación y aceptación de ciertas ideas en una época determinada. Dicho de otra manera, las ideas de Rousseau, Voltaire o Montesquieu no hubieran tenido el auge y la difusión que lograron, si para mediados del siglo XVIII no se hubieran ya instalado profundas transformaciones en la cultura francesa. Estos cambios culturales son los que crean el momento propicio para el éxito de ciertas ideas, para la aceptación de determinados pensamientos, y no a la inversa. Entre estos cambios culturales que estaban ya instalados firmemente en 1750, Chartier menciona el incremento de la lectura individual y el mayor acceso a los libros, la perdida de hegemonía de la Iglesia Católica y los comienzos de un proceso de descristianización, la crisis del carácter sagrado de la monarquía absoluta, el nacimiento de una nueva cultura política en torno a la prensa escrita, la reunión en clubes y salones, y el despuntar de la opinión pública.

Estos cambios culturales posibilitaron una revolución en las mentalidades. En definitiva, hicieron pensable la revolución, crearon las condiciones para la destrucción violenta del Antiguo Régimen. Y estas condiciones fueron las que provocaron la aparición, difusión y éxito de las ideas de los pensadores de la Ilustración. A la pregunta que se formula Chartier, "los libros ¿hacen revoluciones?", la respuesta parece ser inequívocamente negativa: los libros y sus ideas sólo comienzan a actuar cuando la revolución se ha puesto ya en marcha de una u otra manera. Las transformaciones culturales ya instaladas permitieron que los intelectuales pudieran pensar en la posibilidad de una ruptura revolucionaria con el pasado; en tanto que también permitieron que los lectores pudieran entonces aceptar sus libros y compartir sus propuestas. En síntesis, para Chartier el proceso revolucionario tuvo condicionantes culturales que lo hicieron posible, y no orígenes intelectuales que lo prefiguraron antes de que se produjera.

La revolución estaba ya en marcha silenciosamente mucho antes de que una airada multitud, el 14 de julio de 1789, atacara con furia la fortaleza de la Bastilla.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

La lectura entre el siglo XV hasta mediados del siglo XVIII



La lectura y su relación con las clases dominantes y populares es un tema que ha sido discutido por numerosos especialistas, aportando cada uno puntos de vistas similares y distintos. Uno de estos especialistas es el italiano Carlo Ginzburg, que utiliza las actas inquisitoriales del juicio realizado contra el molinero conocido como Menocchio para realizar una aproximación a la cultura popular. Ginzburg dice que mediante un individuo mediocre pueden escrutarse las características de un estrato social. Si bien admite que Menocchio era un campesino atípico, aclara que "esta singularidad tiene límites precisos. De la cultura de su época y de su propia clase nadie escapa..." "Como la lengua, la cultura ofrece al individuo un horizonte de posibilidades latentes, una jaula flexible e invisible para ejercer dentro de ella la propia libertad condicionada."(1) Por eso el caso de Menocchio puede ser también representativo.

Ginzburg se pregunta cómo Menocchio leía los libros producidos por la clase dominante. Ginzburg dice que más importante que el texto era la clave de lectura; el tamiz que Menocchio interponía inconscientemente entre él y la página escrita, y esta acción, actuaba sobre la memoria del molinero y deformaba la propia lectura del texto. Ginzburg dice que ese tamiz nos remite a una cultura oral. Lo que importaba era la forma en que Menocchio interpretaba los textos, como cuando afirmaba que en un libro (él lo llamaba Lucidario della Madonna) María se llamaba virgen por haber estado en el templo de las vírgenes.

Roger Chartier dice que antes, e incluso en el Renacimiento, solían ser los mismos textos y los mismos libros que circulaban entre los diferentes estamentos sociales. Para él, hay que borrar la idea de considerar “popular” los textos que se han encontrado entre los artesanos y los mercaderes por otro enfoque que trate de ver los diferentes usos y lecturas de los mismos textos por diferentes lectores. Chartier también se refiere a Menocchio diciendo que lo que lo caracterizaba como un lector popular no era las lecturas que leía, sino su manera de leer, comprender y utilizar los textos a los que tenía acceso.

Chartier también dice que entre los siglos XV y XVII se consolida la lectura en voz alta y la lectura silenciosa. La lectura en voz alta consistía en un lector oralizador para un público de oyentes, era una lectura implícita. Esta lectura creaba en las ciudades un amplio público de “lectores” populares que incluía tanto a los semianalfabetos como a los analfabetos y que, gracias a la mediación de la voz lectora, se familiarizó con géneros cultos. Podemos decir, entonces, que el alto grado de analfabetismo no constituía un obstáculo para la existencia de un público numeroso

Pero Chartier también reconoce el progreso de la lectura silenciosa, no solamente en los círculos doctos, sino también en los círculos más humildes. Como la lectura silenciosa anulaba la separación entre el mundo del texto y el mundo del lector, y porque aportaba una fuerza de persuasión importante a las fábulas de los textos de ficción, la lectura silenciosa era mal vista por las autoridades. Las personas en el poder miraban con temor esta práctica de lectura que tornaba borrosa, entre los lectores, la frontera entre lo real y lo imaginario.

“Debido a la transformación formal y material de su presentación, que modificaba los formatos y la compaginación tipográfica, la proporción de texto e ilustraciones, los textos pudieron ganarse nuevos públicos, más amplios y menos doctos, y recibir nuevos significados, alejados de los deseados por su autor o construidos por sus primeros lectores.”(2) explica Chartier. Luego agrega que al darles nuevas formas los colocaron al alcance económico e intelectual de nuevos lectores, cuya lectura no era la misma que la de las personas con cultura.

Otro historiador que trata el tema de la lectura, pero en relación con las reformas protestantes, es Jean-Francois Gilmont. Él explica que los reformadores no se convirtieron en promotores de la lectura popular de la Biblia. En el caso de Lutero, si bien al principio quería que cada cristiano estudiase por sí mismo las Escrituras, después desechó tal idea, entre otras cuestiones, debido a las interpretaciones heterodoxas. Otros reformadores, como Calvino y Zuinglio siguieron caminos similares. Resumiendo, las grandes Iglesias de la Reforma manifestaron al igual que los católicos una voluntad de control de la teología. Sólo algunos marginales, como los anabaptistas se mostraron fieles a los primeros ideales.

A mí personalmente me resultó muy interesante lo que sucedió en Inglaterra. Si bien en ese país se tradujo la Biblia al inglés, hubo restricciones significativas. Se distinguía entre tres categorías de personas y lecturas: los nobles no sólo podían leer, sino mandar a leer en voz alta las Escrituras en inglés para sí y para todos los que vivían bajo su techo. En el otro extremo de la escala social, estaba totalmente prohibida la lectura de la Biblia en inglés a mujeres, artesanos y aprendices. Quienes se situaban entre medio de ambas categorías (los burgueses) podían leer para sí y para nadie más.

Gilmont, a diferencia de Chartier, encuentra varias formas de lectura: la lectura en voz baja para sí mismo, la lectura entre varios en círculos reducidos, la lectura colectiva de tipo litúrgico, en la que unas veces el ministro leía para todos y otras cada cual seguía en su libreto el texto del canto común. También decía que determinadas obras parecían estar ligadas a algún tipo de lectura: unas exclusivamente en voz alta, otras de lectura silenciosa, y algunas que podían ser leídas de ambas maneras. Un caso de esta última práctica sería la Biblia que, debido a las reticencias de los reformadores ante un acceso incontrolado a las Sagradas Escrituras, condujo a vincular estrechamente esa lectura a la asistencia a los sermones. Sin embargo, Gilmont hace una aclaración en este punto. Él establece una diferencia entre las prácticas luteranas y las prácticas calvinistas. Gilmont explica que en Alemania y en los países escandinavos, las ediciones de la Biblia del siglo XVI fueron destinadas a las parroquias, mientras que en los Países Bajos, donde la alfabetización estaba más desarrollada, un gran número de Biblias penetraron en los ambientes de las familias. Los impresos luteranos, entonces, adoptaron el formato en folio lo que sugiere una lectura colectiva, litúrgica u hogareña, mientras que los formatos en que se imprimieron los escritos calvinistas sugieren tanto una lectura colectiva como una lectura individual.

Gilmont termina concluyendo que la Reforma lo cambió todo y que a la vez no cambió nada.

Cuando las Iglesias protestantes quedaron establecidas a finales del siglo XVI, no parece que se produjera una revolución en relación con lo escrito. En el terreno religioso, la prédica oral seguía teniendo fuerza.

La lectura de la Biblia se llevaba a cabo preferentemente en el culto y el hogar, mediante lecturas interrumpidas por comentarios autorizados. La lectura popular no se fomentaba más que dentro de los catecismos y los textos litúrgicos. Los protestantes no buscaban incitar al descubrimiento de nuevos mensajes, sólo asegurar la estabilidad de su doctrina. Por ese motivo, la utilización de la lectura silenciosa quedaba limitada como fruto de una política conciente.

Pero Gilmont aclara que la invitación a todos los cristianos a leer la Biblia por sí mismos debe haber socavado determinadas concepciones sacralizadas de las Escrituras. Además que el contacto cotidiano generó cierta familiarización con el libro. Al menos, a los protestantes se les fomentaba la cultura, cosa que no hacía la cristiandad medieval. Los discípulos de los primeros reformadores utilizaban a la Biblia seguido, si bien utilizaban con más frecuencia el catecismo o el salterio. Al poner ante los ojos de los fieles unos textos sabido de memoria, esa práctica aumentó progresivamente el número de lectores.

El historiador inglés Peter Burke señala que la cultura popular, en tanto tal, tuvo un desarrollo “homogéneo” hasta fines del siglo XVI, o principios del XVII. Luego de este período, la “cultura popular” sufrió una fuerte reacción por parte de las clases dominantes, llegando a su punto de auge aproximadamente a mediados del siglo XVII y se terminó convirtiendo en una cultura folklórica hacia el siglo XIX.

El historiador Thompson dirá que la conciencia de la costumbre era fuerte, especialmente en el siglo XVIII. Desde arriba se ejercía presión sobre el pueblo para que “reformara” la cultura popular, el conocimiento de las letras iba desplazando la transmisión oral y la ilustración se filtraba de las clases superiores a las inferiores. Pero las presiones “reformistas” encontraban una resistencia empecinada y durante el siglo XVIII se va a crear una distancia profunda entre la cultura de las clases dominantes y la de los plebeyos.

Analizando las ideas sobre la lectura y los textos impresos que expone Bruke, vemos que tiene varias coincidencias con Gilmont. Burke dice que la cultura protestante era una cultura del sermón y que mediante esa forma indirecta se llevaban los mensajes de los Salmos y los catecismos. También afirma que los catecismos eran escritos en versos para facilitar su memorización y que por eso eran más famosos que las Biblias (aunque no aclara, como lo hace Gilmont, que esto era por una preferencia de los protestantes).

Pero Burke, a diferencia de Gilmont, también analiza a la cultura católica reformada. Burke dice que la cultura católica reformada tiene la dificultad que está menos diferenciada de la cultura popular, entonces es más difícil hablar de ella. Sin embargo, encuentra algunas características. Los reformistas católicos, a diferencia de los protestantes, seguían promoviendo una religión de imágenes y no una de textos, sin saber bien si esto era la causa o la consecuencia de que las zonas católicas tuviesen un menor grado de alfabetización que las protestantes. También los católicos intentaron influir en los laicos a través de la Biblia y de otras obras piadosas. En los países católicos se publicaron traducciones de la Biblia y los catecismos siguieron el modelo de los realizados por los protestantes. Estos catecismos eran escritos en un lenguaje sencillo, acompañado con imágenes, probando así que eran dirigidos a los laicos y no al clero. Sin embargo, Burke tiene la impresión de que el catecismo tuvo una importancia menos en los países católicos que en los protestantes.

En su obra, Burke plantea la hipótesis de que el contenido del material popular impreso no sugiere una ruptura radical en al continuidad cultural. Muchos de los temas que fueron impresos, habían formado parte del repertorio de los actores que estaban dentro de la tradición oral y, desde luego, llevaban las marcas de su origen. Llega a esta conclusión basándose en el trabajo de un historiador que comparó los legados testamentarios de personas cultas y analfabetas y encontró diversas similitudes. Burke se da cuenta que las actitudes de los más cultos eran tradicionales.

Al hacer este razonamiento, Burke concluye que el libro impreso no sólo preservaba la cultura popular, sino que incluso la extendía a otros lugares en vez de destruirla. El historiador inglés afirma que los viejos temas no desaparecen entre 1500 y el 1800, y que además aparecieron otros nuevos. Los cambios culturales, en este caso, no fueron tanto “sustitutivos” como “aditivos”: nuevas clases de héroes populares vinieron así a añadirse a los santos, caballeros, gobernantes y bandidos tradicionales.

(1) Ginzburg, Carlo; El queso y los gusanos, Barcelona, Muchnik, 1986, p 18
(2) Chartier, Roger; Lecturas y lectores "populares" desde el Renacimiento hasta la época clásica; p.128
Medina
Bibliografía:

Thompson, E.P; "Costumbre y cultura"; "La economía 'moral' de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII"; en Costumbres en común; Barcelona; Crítica; 1995.

Burke, Peter; "Cambios en la cultura popular"; en La cultura popular en la Edad Moderna; Barcelona: Alianza; 1990.
Burke, Peter; "El 'descubrimiento' de la cultura popular"; en: Raphael Samuel (ed.); Historia popular y teoría socialista; Barcelona; Crítica; 1984.
Ginzburg, Carlo; El queso y los gusanos; Barcelona; Muchnik; 1986.
Chartier, Roger; "Lecturas y lectores 'populares' desde el Renacimiento hasta la época clásica"; Gilmont, Jean-Francois; "Reformas protestantes y lectura"; en: Caballo, G; Chartier, R (dir.) Historia de la lectura en el mundo occidental; Madrid; Taurus; 2001.

Constructores de Tebas



Creé este espacio para publicar artículos sobre historia de diversos autores o que fueron hechos por mí.
El nombre del blogspot lo tomo de los constructores de Tebas que nombra Carlo Ginzburg al comienzo de El queso y los gusanos, una de sus obras más importantes. Si bien no soy un fanático de la microhistoria, elegí ese nombre porque fue un libro que me fascinó.