sábado, 19 de enero de 2008

"Seguimos viviendo en la Edad Media", dice Jacques Le Goff


Entrevista al historiador francés Jacques Le Goff

PARIS.– Discípulos y colegas llaman al francés Jacques Le Goff “el ogro historiador”. Es una referencia al desaparecido Marc Bloch, cofundador de l’Ecole des Annales, quien afirmaba que un buen historiador “se parece al ogro de la leyenda: allí donde huele carne humana, sabe que está su presa”.

De un ogro, Jacques Le Goff tiene la estatura y el apetito. También tiene una insaciable curiosidad que lo llevó a transformarse en una referencia mundial sobre la historia de la Edad Media, período al cual el hombre contemporáneo le debe muchas de sus conquistas, dice.

A los 82 años, Jacques Le Goff sigue trabajando, a pesar de la profunda tristeza que le provocó la reciente muerte de su esposa –después de casi 60 años de vida en común– y de una caída que desde 2003 lo mantiene recluido en su departamento de París.

Con cualquiera de sus libros –tantos que podrían formar una biblioteca– todo lector se siente inteligente y erudito.

Aún más que sus condiscípulos George Duby, Emmanuel Le Roy Ladurie y François Furet, Le Goff recurrió a todas las disciplinas para estudiar la vida cotidiana, las mentalidades y los sueños de la Edad Media: antropología, etnología, arqueología, psicología? Sus obras mezclan conocimiento y perspectivas. Con ellas es posible introducirse en un medioevo fascinante, donde se estudiaba y se enseñaba a Aristóteles, Averroes y Avicenas, las ciudades comenzaban a forjarse una idea de la belleza y los burgueses financiaban catedrales que inspirarían a Gropius, Gaudi y Niemeyer. En esa Edad Media masculina, la mujer era respetada, las prostitutas, bien tratadas y hasta desposadas, y solía suceder que las jovencitas aprendieran a leer y a escribir.

-Los historiadores no consiguen ponerse de acuerdo sobre la cronología de la Edad Media. ¿Cuál es la correcta, a su juicio?

-Es verdad que no todos los historiadores coinciden en esa cronología. Para mí, la primera de sus etapas comienza en el siglo IV y termina en el VIII. Es el período de las invasiones, de la instalación de los bárbaros en el antiguo imperio romano occidental y de la expansión del cristianismo. Déjeme subrayar que Europa debe su cultura a la Iglesia. Sobre todo, a San Jerónimo, cuya traducción latina de la Biblia se impuso durante todo el medioevo, y a San Agustín, el más grande de los profesores de la época.

-Usted, gran anticlerical, jamás deja de destacar el papel de la Iglesia en los mayores logros de la Edad Media.

-¡Pero no es necesario ser un ferviente creyente para hablar bien de la Iglesia! También soy un convencido partidario del laicismo: principio admirable, establecido por el mismo Jesús cuando dijo: "Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Pero, volviendo a la cronología, la segunda etapa está delimitada por el período carolingio, del siglo VIII al X.

-El imperio de Carlomagno fue, para muchos, el primer intento verdadero de construcción europea?

-Falso. En realidad se trató del primer intento abortado de construcción europea. Un intento pervertido por la visión "nacionalista" de Carlomagno y su patriotismo franco. En vez de mirar al futuro, Carlomagno miraba hacia atrás, hacia el imperio romano. La Europa de Carlos V, de Napoleón y de Hitler fueron también proyectos antieuropeos. Ninguno de ellos buscaba la unidad continental en la diversidad. Todos perseguían un sueño imperial.

-Usted escribió que a partir del año 1000 apareció una Europa soñada y potencial, en la cual el mundo monástico tendría un papel social y cultural fundamental.

-Así es. Una nueva Europa llena de promesas, con la entrada del mundo eslavo en la cristiandad y la recuperación de la península hispánica, que estaba en manos de los musulmanes. Al desarrollo económico, factor de progreso, se asoció una intensa energía colectiva, religiosa y psicológica, así como un importante movimiento de paz promovido por la Iglesia. El mundo feudal occidental se puso en marcha entre los siglos XI y XII. Esa fue la Europa de la tierra, de la agricultura y de los campesinos. La vida se organizaba entre la señoría, el pueblo y la parroquia. Pero también entraron en escena las órdenes religiosas militares, debido a las Cruzadas y a las peregrinaciones que transformarían la imagen de la cristiandad. Entre los siglos XIII y XV, fue el turno de una Europa suntuosa de las universidades y las catedrales góticas.

-En todo caso, para usted, la Edad Media fue todo lo contrario del oscurantismo.

-Aquellos que hablan de oscurantismo no han comprendido nada. Esa es una idea falsa, legado del Siglo de las Luces y de los románticos. La era moderna nació en el medioevo. El combate por la laicidad del siglo XIX contribuyó a legitimar la idea de que la Edad Media, profundamente religiosa, era oscurantista. La verdad es que la Edad Media fue una época de fe, apasionada por la búsqueda de la razón. A ella le debemos el Estado, la nación, la ciudad, la universidad, los derechos del individuo, la emancipación de la mujer, la conciencia, la organización de la guerra, el molino, la máquina, la brújula, la hora, el libro, el purgatorio, la confesión, el tenedor, las sábanas y hasta la Revolución Francesa.

-Pero la Revolución Francesa fue en 1789. ¿No se considera que la Edad Media terminó con la llegada del Renacimiento, en el siglo XV?

-Para comprender verdaderamente el pasado, es necesario tener en cuenta que los hechos son sólo la espuma de la historia. Lo importante son los procesos subyacentes. Para mí, el humanismo no esperó la llegada del Renacimiento: ya existía en la Edad Media. Como existían también los principios que generaron la Revolución Francesa. Y hasta la Revolución Industrial. La verdad es que nuestras sociedades hiperdesarrolladas siguen estando profundamente influidas por estructuras nacidas en el medioevo.

-¿Por ejemplo?

-Tomemos el ejemplo de la conciencia. En 1215, el IV Concilio de Latran tomó decisiones que marcaron para siempre la evolución de nuestras sociedades. Entre ellas, instituyó la confesión obligatoria. Lo que después se llamó "examen de conciencia" contribuyó a liberar la palabra, pero también la ficción. Hasta ese momento, los parroquianos se reunían y confesaban públicamente que habían robado, matado o engañado a su mujer. Ahora se trataba de contar su vida espiritual, en secreto, a un sacerdote. Tanto para mí como para el filósofo Michel Foucault, ese momento fue esencial para el desarrollo de la introspección, que es una característica de la sociedad occidental. No hace falta que le haga notar que bastaría con hacer girar un confesionario para que se transformara en el diván de un psicoanalista.

-Usted habla de emancipación de la mujer en la Edad Media. ¿Pero aquella no fue una época de profunda misoginia?

-Eso dicen y, naturalmente, hay que poner las cosas en perspectiva. Yo sostengo, sin embargo, que se trató de una época de promoción de la mujer. Un ejemplo bastaría: el culto a la Virgen María. ¿Qué es lo que el cristianismo medieval inventó, entre otras cosas? La Santísima Trinidad, que, como los Tres Mosqueteros, eran, en realidad, cuatro: Dios, Jesús, el Espíritu Santo y María, madre de Dios. Convengamos en que no se puede pedir mucho más a una religión que fue capaz de dar estatus divino a una mujer. Pero también está el matrimonio: en 1215, la Iglesia exigió el consentimiento de la mujer, así como el del hombre, para unirlos en matrimonio. El hombre medieval no era tan misógino como se pretende.

-La invención del purgatorio, a mediados del siglo XII, parece haber sido también uno de los momentos clave para el desarrollo de nuestras sociedades actuales.

-Así es. Curiosamente, lo que comenzó como un intento suplementario de control por parte de la Iglesia, concluyó permitiendo el desarrollo de la economía occidental tal como la practicamos en nuestros días.

-¿Cómo es eso?

-La invención del purgatorio se produjo en el momento de transición entre una Edad Media relativamente libre y un medioevo extremadamente rígido. En el siglo XII comenzó a instalarse la noción de cristiandad, que permitiría avanzar, pero también excluir y perseguir: a los herejes, los judíos, los homosexuales, los leprosos, los locos... Pero, como siempre sucedió en la Edad Media, cada vez que se hacían sentir las rigideces de la época los hombres conseguían inventar la forma de atenuarlas. Así, la invención de un espacio intermedio entre el cielo y el infierno, entre la condena eterna y la salvación, permitió a Occidente salir del maniqueísmo del bien y del mal absolutos. Podríamos decir también que, inventando el purgatorio, los hombres medievales se apoderaron del más allá, que hasta entonces estaba exclusivamente en manos de Dios. Ahora era la Iglesia la que decía qué categorías de pecadores podrían pagar sus culpas en ese espacio intermedio y lograr la salvación. Una toma de poder que, por ejemplo, permitiría a los usureros escapar al infierno y hacer avanzar la economía. También serían salvados de este modo los fornicadores.

-Pero hasta la aparición del sistema bancario reglamentado, en el siglo XVIII, tanto la Iglesia como las monarquías sobrevivieron gracias a los usureros. ¿Por qué condenarlos al infierno?

-Porque así lo establecían las escrituras, como en la mayoría de las religiones. En el universo cristiano medieval, la usura era un doble robo: contra el prójimo, a quien el usurero despojaba de parte de su bien, pero, sobre todo, contra Dios, porque el interés de un préstamo sólo es posible a través del tiempo. Y como el tiempo en el medioevo sólo pertenecía a Dios, comprar tiempo era robarle a Dios. Sin embargo, el usurero fue indispensable a partir del siglo XI, con el renacimiento de la economía monetaria. La sed de dinero era tan grande que hubo que recurrir a los prestamistas. Entonces la escolástica logró hallarles justificaciones. Surgió así el concepto de mecenas. También se aceptó que prestar dinero era un riesgo y que era normal que engendrara un beneficio. En todo caso, y sólo para los prestamistas considerados "de buena fe", el purgatorio resultó un buen negocio.

-La Edad Media también inventó el concepto de guerra justa, vigente hasta nuestros días, como lo demostraron los debates en la ONU sobre la guerra en Irak. Curioso, ya que el cristianismo es portador de un ideal de paz. Hasta se podría decir que es antimilitarista.

-Es verdad. Ordenándole a Pedro que enfundara su espada, Cristo dijo: "Quien a hierro mate, a hierro morirá". Los primeros grandes teóricos cristianos latinos eran pacifistas. Pero todo cambió a partir del siglo IV, cuando el cristianismo se transformó en religión de Estado.

-En otras palabras, los cristianos se vieron obligados a cristianizar la guerra.

-En esa tarea tendrá un papel fundamental San Agustín, el gran pedagogo cristiano. Para él, la guerra es una consecuencia del pecado original. Como éste existirá hasta el fin de los tiempos, la guerra también existirá por siempre. San Agustín propuso, entonces, imponer límites a esa guerra. En vez de erradicarla, decidió confinarla, someterla a reglas. La primera de esas reglas es que sólo es legítima la guerra declarada por una persona autorizada por Dios. En la Edad Media, era el príncipe. Hoy es el Estado, el poder público. La segunda regla es que una guerra es justa sólo cuando no persigue la conquista. En otras palabras: las armas sólo se toman en defensa propia o para reparar una injusticia. Esas reglas siguen perfectamente vigentes en nuestros días.

-¿Se podría decir que el hombre medieval trataba de preservar la cristiandad de todo aquello que amenazaba su equilibrio?

-Constantemente. Déjeme evocar como ejemplo el que para mí fue el aspecto más negativo de la época: la condena absoluta del placer sexual, simbolizado por el llamado "pecado de la carne". La alta Edad Media asumió las prohibiciones del Antiguo Testamento. Desde entonces, el cuerpo fue diabolizado, a pesar de algunas excepciones, como Santo Tomás de Aquino, para quien era lícito el placer en el acto amoroso. Frente a la opresión moral, la sociedad medieval reaccionó con la risa, la comedia y la ironía. El universo medieval fue un mundo de música y de cantos, promovió el órgano e inventó la polifonía.

-Hace un momento hizo referencia a los fornicadores que tuvieron un lugar en el purgatorio. ¿Cómo fue esto posible en una época de tanta represión sexual?

-Hay una anécdota que ilustra perfectamente la dualidad medieval. El rey Luis IX de Francia, que después sería canonizado como San Luis, tenía una vitalidad sexual desbordante. En los períodos en que las relaciones carnales eran lícitas (fuera de las fiestas religiosas), el monarca no se contentaba con reunirse con su esposa por las noches. También lo hacía durante el día. Esto irritaba mucho a su madre, Blanca de Castilla, que en cuanto se enteraba de que su hijo estaba con la reina intentaba introducirse en la habitación para poner fin a sus efusiones. Luis IX decidió entonces poner un guardián ante su puerta, que debía prevenirlo y darle tiempo de disimular su desenfreno. Ese hombre lleno de ardor tuvo once hijos y cuando partió a la Cruzada, en 1248, llevó a su mujer, a fin de no privarse de sus placeres sexuales. ¡No imaginará usted que la Iglesia podía enviar a San Luis a arder en el fuego eterno del infierno!

-¿También podríamos decir que la Edad Media inventó el concepto de Occidente?

-La palabra "Occidente" no me gusta. Pronunciada por los occidentales, tiene un contenido de soberbia para el resto del planeta.

-Pero entonces, ¿cómo definir, por ejemplo, a América, heredera de Europa?

-América ha dejado de ser la heredera de Europa. Lo fue hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando tanto Estados Unidos como el resto del continente dejaron de tener al hombre como centro de sus preocupaciones.

-Usted es un apasionado estudioso de la imaginación colectiva de la Edad Media. ¿Por qué eso es tan importante?

-Felizmente, las nuevas generaciones de historiadores siguen cada vez más esa tendencia. La imaginación colectiva se construye y se nutre de leyendas, de mitos. Se la podría definir como el sistema de sueños de una sociedad, de una civilización. Un sistema capaz de transformar la realidad en apasionadas imágenes mentales. Y esto es fundamental para comprender los procesos históricos. La historia se hace con hombres de carne y hueso, con sus sueños, sus creencias y sus necesidades cotidianas.

-¿Y cómo era esa imaginación medieval?

-Estaba constituida por un mundo sin fronteras entre lo real y lo fantástico, entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo terrenal y lo celestial, entre la realidad y la fantasía. Si bien los cimientos medievales de Europa subsistieron, sus héroes y leyendas fueron olvidados durante el Siglo de las Luces. El romanticismo los resucitó, cantando las leyendas doradas de la Edad Media. Hoy asistimos a un segundo renacimiento gracias a dos inventos del siglo XX: el cine y las historietas. El medioevo vuelve a estar de moda con "Harry Potter", "La guerra de las galaxias" y los videojuegos. En realidad, la Edad Media tiene una gran deuda con Hollywood. Y viceversa. Pensé alguna vez que provocaría un escándalo afirmando que el medioevo se había prolongado hasta la Revolución Industrial. La verdad es que ha llegado hasta nuestros días.

-¿Se podría decir entonces que seguimos viviendo en la Edad Media?

-Sí. Pero esto quiere decir todo lo contrario de que estamos en una época de hordas salvajes, ignorantes e incultas, sumergidos en pleno oscurantismo. Estamos en la Edad Media porque de ella heredamos la ciudad, las universidades, nuestros sistemas de pensamiento, el amor por el conocimiento y la cortesía. Aunque, pensándolo bien, esto último bien podría estar en vías de extinción.

martes, 1 de enero de 2008

Revolución Francesa: tres puntos de vista


Subo el texto escrito por mí que les había prometido. En éste trabajo me baso en la obra de Roger Chartier, que se reseñó en la anterior entrada y; tomó los trabajos de Guy Chaussinand Nogaret "En los orígenes de la Revolución Francesa. Nobleza y burguesía", y de Guy Lemarchand "La Francia del siglo XVIII: ¿Elites o nobleza y burguesía?".

Revolución Francesa: tres puntos de vista.

Diversos especialistas han analizando los orígenes y el carácter de la Revolución Francesa de 1789. Uno de ellos, Guy Chaussinand Nogaret, plantea que la nobleza en el siglo XVIII va a dejar de lado sus valores distintivos para tomar los valores de la burguesía, que la alimenta al devorarla, produciendo una identidad cultural entre la nobleza y el Tercer Orden.
Para justificar su hipótesis, Chaussinand Nogaret analiza tres frentes. Referido al primer frente, dice que a partir de 1760 la noción de honor, valor nobiliario, es reemplazada por la noción de mérito, valor burgués, que la nobleza hace suyo, y lo acepta y reconoce como criterio de nobleza. A partir de esto, el foso que separaba a la nobleza de la burguesía se esfuma. Vale aclarar que esto no significa que los burgueses no pudieran ennoblecerse antes de 1760, pero en ese caso eran considerados desertores. Después de esa fecha, el ennoblecimiento se convierte en un mérito personal y en reconocimiento a diversos servicios prestados.
En segundo lugar, Chaussinand Nogaret, basándose en el estudio de los libros de quejas de los dos órdenes, llega a la conclusión de que tanto la nobleza como la burguesía tenían reivindicaciones comunes, con algunos matices no obstante.
Finalmente, el especialista francés afirma que la nobleza no era ajena a ninguna actividad de tipo tradicional del capitalismo comercial, que llevaba ventaja al desarrollo de las nuevas formas productivas y que reivindicaba, al igual que la burguesía, la liberación de todos los obstáculos que impedían el progreso económico. Chaussinand Nogaret dice que la industria siderúrgica y minera eran las que ofrecían las máximas posibilidades para establecer un capitalismo industrial, y que ambas estaban bajo el control de la nobleza justificando, de alguna manera, que la burguesía no podía generar dicho capitalismo.
Chaussinand Nogaret concluye diciendo que no niega que haya habido una revolución; él dice que al inicio de esta revolución se confirmaba la vocación de la nobleza y de la burguesía de dirigirla de una forma moderada. Es a partir del momento en que entren en juego las fuerzas populares donde se ahondan las divisiones entre los dos órdenes. La burguesía, mostrándose aliada de los sectores populares, desvía la tempestad sobre la nobleza que corría el peligro de arrastrarla. Cuando pasa el peligro, “la solución que se impondrá será un triunfo tanto de la nobleza como de la burguesía. Y en la sociedad postrevolucionaria, reconciliados los dos órdenes, compartirán el poder”[1]
Guy Lemarchand se va a oponer a algunas conclusiones expuestas por Chaussinand Nogaret. Dice que le parece exagerado decir que la unidad de la nobleza sea posterior a la Revolución porque junto a los elementos de división, existían factores de unión. También hace un análisis similar con respecto a la burguesía. Del mismo modo, Lemarchand se opone a la teoría de la fusión de elites como la plantea Chaussinand Nogaret. Si bien reconoce coincidencias entre los cuadernos de quejas de la nobleza y la burguesía, dice que ambos órdenes no querían reemplazar a la monarquía por el mismo régimen. Con respecto a la Ilustración, había discrepancias. Un sector de la nobleza estaba tomando sus ideas, pero la imagen que seguía presentado estaba basada en un pasado lejano y militar. La burguesía recogía de la Ilustración sus aspectos subversivos para con la sociedad del Antiguo Régimen También había diferencias desde el punto de vista político: la burguesía reclamaba, entre otras cosas, el cumplimiento de la duplicación del número de miembros del Tercer Estado o el voto por cabeza. Sobre los ennoblecimientos, Lermarchand explica que eran menos frecuentes en el siglo XVIII que antes de 1665.
Lemarchand data la ruptura entre los dos órdenes en el otoño de 1788, tras la resolución del Parlamento de París sobre la forma de los Estados Generales que disipa el equívoco del liberalismo aristocrático y lo revela como liberalismo conservador. La nobleza, debilitada porque perdía la hegemonía, superada por la evolución material e intelectual de la sociedad, no queriendo apoyar a la monarquía a la que había combatido en el pasado, facilita el avance de la burguesía que, apoyada por las clases populares, transforma los Estados Generales en Asamblea Nacional. Lermchand concluye diciendo que será la Revolución la que realizará la fusión entre la nobleza y la burguesía.
Roger Chartier le brinda importancia a la cuestión de entender a la Ilustración como una invención de la Revolución Francesa, al querer arraigar su legitimidad en una serie de textos y autores fundamentales, reconciliados más allá de sus diferencias vivas y unidos en la preparación de la ruptura con el antiguo mundo.
Al comparar las revueltas del siglo XVII con las del siglo XVIII, dice que las primeras, que tenían como objetivo el impuesto fiscal, no eran tan efectivas como las segundas, que apuntaban hacia la señoría. Y si bien éstas últimas tenían objetivos más limitados y eran menos violentas (porque se recurría a los tribunales reales en vez de sublevarse), minaban más los fundamentos del ejercicio del poder. A éstas protestas Chartier las califica de “politización de aldea”.También hace un análisis parecido cuando compara las reivindicaciones de los Estados Generales de 1614 con los de 1789. En el primero de los casos, se nota un anhelo de que las autoridades se hagan cargo de la estructura social y a cambio de eso se las deja tener ciertos privilegios. En el segundo de los casos, se tiende a cuestionar lo que era evidente y se pide una mayor participación popular. Esto último, explica Chartier, fue producto de la consolidación del Estado moderno, que eliminaría las ataduras que sometían a los más débiles a la autoridad de sus protectores inmediatos, y generaría la mentalidad que considerará necesaria la modificación radical que se dio en 1789.
Chartier se refiere en su obra también a una “esfera pública literaria” que aparece a comienzos del siglo XVIII. El primer soporte de esta esfera eran los salones, lugar de encuentro entre la aristocracia y los escritores. Esta esfera se basaba en principios inéditos: el libre ejercicio de la crítica; la igualdad de todo aquellos que están comprometidos en al confrontación de ideas, sean cual fueren las diferencias de estamento, etc. El segundo apoyo lo daban los periódicos. Al aumento de sus publicaciones y su apertura a los intereses intelectuales, crean un mercado del juicio crítico, liberado de de la tutela exclusiva de los periódicos oficiales y basado en la confrontación de opiniones. Al pretender que hablan en nombre de los lectores, a quienes erigen en árbitros del buen gusto, dan vida a una nueva instancia crítica, autónoma y soberana: el público.
Finalmente, Chartier le da importancia a la masonería como institución que minó el poder de la monarquía. Chartier niega que esta haya sido una organización donde los individuos no se distinguían por su condición jurídica y donde sólo el mérito importaba para ascender de grado. Él dice que persistían muchas desigualdades sociales propias del Antiguo Régimen. También dice que, a pesar de haber sido la organización de sociabilidad intelectual más abierta, le negaba la entrada a quienes no poseían educación o desahogo económico. Pero la masonería, al exigir a sus miembros el silencio, generaban una lealtad política sin falencias y esto ayudaba a los talleres a socavar el orden monárquico y proponía, además, un nuevo sistema de valores fundado en la ética, que es necesariamente un juicio pronunciado sobre los principios del absolutismo.
En conclusión, la nueva cultura política del siglo XVIII resulta de estos diferentes modos de politización que, cada uno de diversa manera, desquician por completo el orden tradicional.
Medina.




[1] Chaussinand Nogaret, Guy; En los orígenes de la Revolución. Nobleza y burguesía”; en AAVV; Estudios sobre la Revolución Francesa y el final del Antiguo Régimen; Madrid; Akal; 1980; p.53.

Bibliografía:

Chartier, Roger; Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa; Barcelona, Gedisa, 1991.

Chaussinand Nogaret, Guy; En los orígenes de la Revolución. Nobleza y burguesía”; en AAVV; Estudios sobre la Revolución Francesa y el final del Antiguo Régimen; Madrid; Akal; 1980.

Lemarchand, Guy: "La Francia del siglo XVIII. ¿Elites o nobleza y burguesía?", en AA.VV.; Alcance y legado de la revolución Francesa, Madrid, Pablo Iglesias, 1989.

jueves, 27 de diciembre de 2007

¿La Ilustración hizo la Revolución Francesa o la Revolución Francesa hizo la Ilustración?




Pensaba subir un texto que había escrito que comparaba diversas interpretaciones sobre la Revolución Francesa. Pero para que se entienda mejor el texto que hice (será el próximo que suba), decido ahora subir una especia de reseña del libro de Roger Chartier llamado Les origines culturelles de la Révolution Française. Aquí se las dejo.

Roger Chartier y los orígenes culturales de 1789 .

Entre los aportes y reflexiones que vieron la luz con motivo de los 200 años del estallido de la Revolución Francesa, cumplidos en 1989, se destaca una monografía del historiador Roger Chartier publicada en 1991 por la Universidad de Duke (EE.UU.): Les origines culturelles de la Révolution Française. En 1995 se publicó en Barcelona la traducción castellana del texto, con el siguiente título: Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa.

Chartier es conocido como uno de los pioneros de la historia del libro, de las bibliotecas, de las ediciones, en definitiva, de las formas de circulación y consumo de los textos escritos en el Antiguo Régimen. Pero en este libro de 1991, el historiador francés propone una verdadera revolución copernicana en lo que se refiere al estudio de las denominadas causas y antecedentes de la Revolución de 1789.

Con espíritu provocador, Chartier se pregunta si la Revolución fue hecha por la Ilustración o si, por el contrario, el razonamiento correcto es el inverso. De hecho, una de las hipótesis fuertes del libro sostiene que la Revolución fue la responsable de la construcción del concepto de Ilustración que ha llegado hasta nosotros, reproduciéndose hasta el cansancio en los manuales y textos escolares.

Este planteamiento puede sorprender poco a historiadores e intelectuales americanos, acostumbrados al estudio de los mecanismos por los cuales los nuevos estados nacionales del siglo XIX inventaron genealogías, próceres y hazañas para legitimar su existencia y construir identidades nacionales hasta entonces inexistentes. Pero pocas veces los historiadores europeos habían trasladado planteamientos semejantes para aplicarlos a acontecimientos históricos del prestigio y trascendencia de la Revolución Francesa.

Roger Chartier sostiene, entonces, que el concepto de Ilustración como conjunto de creencias monolítico, fue una invención de muchos políticos y dirigentes del período revolucionario. El Iluminismo no fue un conjunto de pensamientos homogéneo, un bloque de pensadores sin fisuras. Por el contrario, en la Ilustración convivieron filósofos de matrices ideológicas diversas, que en ocasiones sostenían puntos de vistas contradictorios e incompatibles.

Pero una vez iniciado el levantamiento de 1789, los líderes burgueses seleccionaron detenidamente aquellas figuras de la filosofía dieciochesca cuyas ideas mejor podían servir para otorgar legitimidad y prestigio al proceso revolucionario. Así, cuando en 1791 hubo qué decidor qué filósofos debían pasar a integrar el Panteón de los héroes nacionales en Paris, sólo Voltaire y Rousseau fueron admitidos. La incorporación de otros autores, como Descartes, Fénelon, Buffon o Mably, fue rechazada. Como vemos, la propia Revolución iba "seleccionando" sus precursores a posteriori, iba "seleccionando" sus héroes, estableciendo relaciones que luego fueron acríticamente reproducidas hasta el presente. Esta construcción ficticia de genealogías revolucionarias se puede percibir en las propias inscripciones grabadas en el sarcófago de Voltaire, con motivo del traslado de sus restos al Panteón, el 11 de julio de 1791: "Combatió a los ateos y a los fanáticos. Inspiró la tolerancia. Reclamó los derechos humanos contra la servidumbre del feudalismo". Otra inscripción sostenía: "Poeta, Historiador y Filósofo. Engrandeció al ser humano y le enseñó que debe ser libre". Los dirigentes revolucionarios hacían coincidir los dichos y hechos de Voltaire según las necesidades y la lógica de sus propios programas políticos.

En cuanto a Rousseau, el jacobino Maximiliano Robespierre explícita aún más la utilización a posteriori del mote de "precursor". El 7 de mayo de 1794 sostuvo Robespierre: "entre quienes, en la época de que hablo, se destacaron en la carrera de las letras y de la filosofía, un hombre [Rousseau], por la nobleza de su alma (...) se mostró digno del ministerio de preceptor del género humano (...). ¡Ah!, si hubiera sido testigo de esta revolución de la que fue precursor y que lo llevó al Panteón [el 12 de octubre de 1793], ¡quién puede dudar que su alma generosa hubiera abrazado con arrebato la causa de la justicia y de la igualdad¡". El discurso de Robespierre convertía a Rousseau en un revolucionario avant-la-lettre: "si hubiera vivido, hoy estaría de nuestro bando, en las barricadas, en las calles". No muy diferente fueron las operaciones ideológicas llevadas a cabo por los primeros historiadores americanos, cuando hicieron de Tupac Amaru un precursor de las revoluciones independencias de 1810 (en realidad, el líder indígena sólo perseguía una lucha social contra la opresión de los indígenas, y la ruptura del vínculo político con España no ocupaba un lugar destacado en su programa; considerarlo un precursor de las revoluciones es producto de una construcción ficticia).

Estas afirmaciones de Roger Chartier se inscriben en un programa más amplio de crítica del concepto tradicional de causa y antecedente, de matriz positivista, que propone en la historia una relación causal copiada de las ciencias de la naturaleza. Por ello, Chartier utiliza para su libro el título de "orígenes culturales de la Revolución", negándose a recurrir al más tradicional concepto de "orígenes intelectuales de la Revolución". Este último (utilizado en un texto clásico del historiador Daniel Mornet publicado en 1933) supone que las ideas influyen directamente en las acciones humanas, supone que los libros hacen las revoluciones. Chartier en cambio, sostiene que son las más profundas transformaciones culturales las que permiten la producción, circulación y aceptación de ciertas ideas en una época determinada. Dicho de otra manera, las ideas de Rousseau, Voltaire o Montesquieu no hubieran tenido el auge y la difusión que lograron, si para mediados del siglo XVIII no se hubieran ya instalado profundas transformaciones en la cultura francesa. Estos cambios culturales son los que crean el momento propicio para el éxito de ciertas ideas, para la aceptación de determinados pensamientos, y no a la inversa. Entre estos cambios culturales que estaban ya instalados firmemente en 1750, Chartier menciona el incremento de la lectura individual y el mayor acceso a los libros, la perdida de hegemonía de la Iglesia Católica y los comienzos de un proceso de descristianización, la crisis del carácter sagrado de la monarquía absoluta, el nacimiento de una nueva cultura política en torno a la prensa escrita, la reunión en clubes y salones, y el despuntar de la opinión pública.

Estos cambios culturales posibilitaron una revolución en las mentalidades. En definitiva, hicieron pensable la revolución, crearon las condiciones para la destrucción violenta del Antiguo Régimen. Y estas condiciones fueron las que provocaron la aparición, difusión y éxito de las ideas de los pensadores de la Ilustración. A la pregunta que se formula Chartier, "los libros ¿hacen revoluciones?", la respuesta parece ser inequívocamente negativa: los libros y sus ideas sólo comienzan a actuar cuando la revolución se ha puesto ya en marcha de una u otra manera. Las transformaciones culturales ya instaladas permitieron que los intelectuales pudieran pensar en la posibilidad de una ruptura revolucionaria con el pasado; en tanto que también permitieron que los lectores pudieran entonces aceptar sus libros y compartir sus propuestas. En síntesis, para Chartier el proceso revolucionario tuvo condicionantes culturales que lo hicieron posible, y no orígenes intelectuales que lo prefiguraron antes de que se produjera.

La revolución estaba ya en marcha silenciosamente mucho antes de que una airada multitud, el 14 de julio de 1789, atacara con furia la fortaleza de la Bastilla.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

La lectura entre el siglo XV hasta mediados del siglo XVIII



La lectura y su relación con las clases dominantes y populares es un tema que ha sido discutido por numerosos especialistas, aportando cada uno puntos de vistas similares y distintos. Uno de estos especialistas es el italiano Carlo Ginzburg, que utiliza las actas inquisitoriales del juicio realizado contra el molinero conocido como Menocchio para realizar una aproximación a la cultura popular. Ginzburg dice que mediante un individuo mediocre pueden escrutarse las características de un estrato social. Si bien admite que Menocchio era un campesino atípico, aclara que "esta singularidad tiene límites precisos. De la cultura de su época y de su propia clase nadie escapa..." "Como la lengua, la cultura ofrece al individuo un horizonte de posibilidades latentes, una jaula flexible e invisible para ejercer dentro de ella la propia libertad condicionada."(1) Por eso el caso de Menocchio puede ser también representativo.

Ginzburg se pregunta cómo Menocchio leía los libros producidos por la clase dominante. Ginzburg dice que más importante que el texto era la clave de lectura; el tamiz que Menocchio interponía inconscientemente entre él y la página escrita, y esta acción, actuaba sobre la memoria del molinero y deformaba la propia lectura del texto. Ginzburg dice que ese tamiz nos remite a una cultura oral. Lo que importaba era la forma en que Menocchio interpretaba los textos, como cuando afirmaba que en un libro (él lo llamaba Lucidario della Madonna) María se llamaba virgen por haber estado en el templo de las vírgenes.

Roger Chartier dice que antes, e incluso en el Renacimiento, solían ser los mismos textos y los mismos libros que circulaban entre los diferentes estamentos sociales. Para él, hay que borrar la idea de considerar “popular” los textos que se han encontrado entre los artesanos y los mercaderes por otro enfoque que trate de ver los diferentes usos y lecturas de los mismos textos por diferentes lectores. Chartier también se refiere a Menocchio diciendo que lo que lo caracterizaba como un lector popular no era las lecturas que leía, sino su manera de leer, comprender y utilizar los textos a los que tenía acceso.

Chartier también dice que entre los siglos XV y XVII se consolida la lectura en voz alta y la lectura silenciosa. La lectura en voz alta consistía en un lector oralizador para un público de oyentes, era una lectura implícita. Esta lectura creaba en las ciudades un amplio público de “lectores” populares que incluía tanto a los semianalfabetos como a los analfabetos y que, gracias a la mediación de la voz lectora, se familiarizó con géneros cultos. Podemos decir, entonces, que el alto grado de analfabetismo no constituía un obstáculo para la existencia de un público numeroso

Pero Chartier también reconoce el progreso de la lectura silenciosa, no solamente en los círculos doctos, sino también en los círculos más humildes. Como la lectura silenciosa anulaba la separación entre el mundo del texto y el mundo del lector, y porque aportaba una fuerza de persuasión importante a las fábulas de los textos de ficción, la lectura silenciosa era mal vista por las autoridades. Las personas en el poder miraban con temor esta práctica de lectura que tornaba borrosa, entre los lectores, la frontera entre lo real y lo imaginario.

“Debido a la transformación formal y material de su presentación, que modificaba los formatos y la compaginación tipográfica, la proporción de texto e ilustraciones, los textos pudieron ganarse nuevos públicos, más amplios y menos doctos, y recibir nuevos significados, alejados de los deseados por su autor o construidos por sus primeros lectores.”(2) explica Chartier. Luego agrega que al darles nuevas formas los colocaron al alcance económico e intelectual de nuevos lectores, cuya lectura no era la misma que la de las personas con cultura.

Otro historiador que trata el tema de la lectura, pero en relación con las reformas protestantes, es Jean-Francois Gilmont. Él explica que los reformadores no se convirtieron en promotores de la lectura popular de la Biblia. En el caso de Lutero, si bien al principio quería que cada cristiano estudiase por sí mismo las Escrituras, después desechó tal idea, entre otras cuestiones, debido a las interpretaciones heterodoxas. Otros reformadores, como Calvino y Zuinglio siguieron caminos similares. Resumiendo, las grandes Iglesias de la Reforma manifestaron al igual que los católicos una voluntad de control de la teología. Sólo algunos marginales, como los anabaptistas se mostraron fieles a los primeros ideales.

A mí personalmente me resultó muy interesante lo que sucedió en Inglaterra. Si bien en ese país se tradujo la Biblia al inglés, hubo restricciones significativas. Se distinguía entre tres categorías de personas y lecturas: los nobles no sólo podían leer, sino mandar a leer en voz alta las Escrituras en inglés para sí y para todos los que vivían bajo su techo. En el otro extremo de la escala social, estaba totalmente prohibida la lectura de la Biblia en inglés a mujeres, artesanos y aprendices. Quienes se situaban entre medio de ambas categorías (los burgueses) podían leer para sí y para nadie más.

Gilmont, a diferencia de Chartier, encuentra varias formas de lectura: la lectura en voz baja para sí mismo, la lectura entre varios en círculos reducidos, la lectura colectiva de tipo litúrgico, en la que unas veces el ministro leía para todos y otras cada cual seguía en su libreto el texto del canto común. También decía que determinadas obras parecían estar ligadas a algún tipo de lectura: unas exclusivamente en voz alta, otras de lectura silenciosa, y algunas que podían ser leídas de ambas maneras. Un caso de esta última práctica sería la Biblia que, debido a las reticencias de los reformadores ante un acceso incontrolado a las Sagradas Escrituras, condujo a vincular estrechamente esa lectura a la asistencia a los sermones. Sin embargo, Gilmont hace una aclaración en este punto. Él establece una diferencia entre las prácticas luteranas y las prácticas calvinistas. Gilmont explica que en Alemania y en los países escandinavos, las ediciones de la Biblia del siglo XVI fueron destinadas a las parroquias, mientras que en los Países Bajos, donde la alfabetización estaba más desarrollada, un gran número de Biblias penetraron en los ambientes de las familias. Los impresos luteranos, entonces, adoptaron el formato en folio lo que sugiere una lectura colectiva, litúrgica u hogareña, mientras que los formatos en que se imprimieron los escritos calvinistas sugieren tanto una lectura colectiva como una lectura individual.

Gilmont termina concluyendo que la Reforma lo cambió todo y que a la vez no cambió nada.

Cuando las Iglesias protestantes quedaron establecidas a finales del siglo XVI, no parece que se produjera una revolución en relación con lo escrito. En el terreno religioso, la prédica oral seguía teniendo fuerza.

La lectura de la Biblia se llevaba a cabo preferentemente en el culto y el hogar, mediante lecturas interrumpidas por comentarios autorizados. La lectura popular no se fomentaba más que dentro de los catecismos y los textos litúrgicos. Los protestantes no buscaban incitar al descubrimiento de nuevos mensajes, sólo asegurar la estabilidad de su doctrina. Por ese motivo, la utilización de la lectura silenciosa quedaba limitada como fruto de una política conciente.

Pero Gilmont aclara que la invitación a todos los cristianos a leer la Biblia por sí mismos debe haber socavado determinadas concepciones sacralizadas de las Escrituras. Además que el contacto cotidiano generó cierta familiarización con el libro. Al menos, a los protestantes se les fomentaba la cultura, cosa que no hacía la cristiandad medieval. Los discípulos de los primeros reformadores utilizaban a la Biblia seguido, si bien utilizaban con más frecuencia el catecismo o el salterio. Al poner ante los ojos de los fieles unos textos sabido de memoria, esa práctica aumentó progresivamente el número de lectores.

El historiador inglés Peter Burke señala que la cultura popular, en tanto tal, tuvo un desarrollo “homogéneo” hasta fines del siglo XVI, o principios del XVII. Luego de este período, la “cultura popular” sufrió una fuerte reacción por parte de las clases dominantes, llegando a su punto de auge aproximadamente a mediados del siglo XVII y se terminó convirtiendo en una cultura folklórica hacia el siglo XIX.

El historiador Thompson dirá que la conciencia de la costumbre era fuerte, especialmente en el siglo XVIII. Desde arriba se ejercía presión sobre el pueblo para que “reformara” la cultura popular, el conocimiento de las letras iba desplazando la transmisión oral y la ilustración se filtraba de las clases superiores a las inferiores. Pero las presiones “reformistas” encontraban una resistencia empecinada y durante el siglo XVIII se va a crear una distancia profunda entre la cultura de las clases dominantes y la de los plebeyos.

Analizando las ideas sobre la lectura y los textos impresos que expone Bruke, vemos que tiene varias coincidencias con Gilmont. Burke dice que la cultura protestante era una cultura del sermón y que mediante esa forma indirecta se llevaban los mensajes de los Salmos y los catecismos. También afirma que los catecismos eran escritos en versos para facilitar su memorización y que por eso eran más famosos que las Biblias (aunque no aclara, como lo hace Gilmont, que esto era por una preferencia de los protestantes).

Pero Burke, a diferencia de Gilmont, también analiza a la cultura católica reformada. Burke dice que la cultura católica reformada tiene la dificultad que está menos diferenciada de la cultura popular, entonces es más difícil hablar de ella. Sin embargo, encuentra algunas características. Los reformistas católicos, a diferencia de los protestantes, seguían promoviendo una religión de imágenes y no una de textos, sin saber bien si esto era la causa o la consecuencia de que las zonas católicas tuviesen un menor grado de alfabetización que las protestantes. También los católicos intentaron influir en los laicos a través de la Biblia y de otras obras piadosas. En los países católicos se publicaron traducciones de la Biblia y los catecismos siguieron el modelo de los realizados por los protestantes. Estos catecismos eran escritos en un lenguaje sencillo, acompañado con imágenes, probando así que eran dirigidos a los laicos y no al clero. Sin embargo, Burke tiene la impresión de que el catecismo tuvo una importancia menos en los países católicos que en los protestantes.

En su obra, Burke plantea la hipótesis de que el contenido del material popular impreso no sugiere una ruptura radical en al continuidad cultural. Muchos de los temas que fueron impresos, habían formado parte del repertorio de los actores que estaban dentro de la tradición oral y, desde luego, llevaban las marcas de su origen. Llega a esta conclusión basándose en el trabajo de un historiador que comparó los legados testamentarios de personas cultas y analfabetas y encontró diversas similitudes. Burke se da cuenta que las actitudes de los más cultos eran tradicionales.

Al hacer este razonamiento, Burke concluye que el libro impreso no sólo preservaba la cultura popular, sino que incluso la extendía a otros lugares en vez de destruirla. El historiador inglés afirma que los viejos temas no desaparecen entre 1500 y el 1800, y que además aparecieron otros nuevos. Los cambios culturales, en este caso, no fueron tanto “sustitutivos” como “aditivos”: nuevas clases de héroes populares vinieron así a añadirse a los santos, caballeros, gobernantes y bandidos tradicionales.

(1) Ginzburg, Carlo; El queso y los gusanos, Barcelona, Muchnik, 1986, p 18
(2) Chartier, Roger; Lecturas y lectores "populares" desde el Renacimiento hasta la época clásica; p.128
Medina
Bibliografía:

Thompson, E.P; "Costumbre y cultura"; "La economía 'moral' de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII"; en Costumbres en común; Barcelona; Crítica; 1995.

Burke, Peter; "Cambios en la cultura popular"; en La cultura popular en la Edad Moderna; Barcelona: Alianza; 1990.
Burke, Peter; "El 'descubrimiento' de la cultura popular"; en: Raphael Samuel (ed.); Historia popular y teoría socialista; Barcelona; Crítica; 1984.
Ginzburg, Carlo; El queso y los gusanos; Barcelona; Muchnik; 1986.
Chartier, Roger; "Lecturas y lectores 'populares' desde el Renacimiento hasta la época clásica"; Gilmont, Jean-Francois; "Reformas protestantes y lectura"; en: Caballo, G; Chartier, R (dir.) Historia de la lectura en el mundo occidental; Madrid; Taurus; 2001.

Constructores de Tebas



Creé este espacio para publicar artículos sobre historia de diversos autores o que fueron hechos por mí.
El nombre del blogspot lo tomo de los constructores de Tebas que nombra Carlo Ginzburg al comienzo de El queso y los gusanos, una de sus obras más importantes. Si bien no soy un fanático de la microhistoria, elegí ese nombre porque fue un libro que me fascinó.